“Si estoy muerto iré
al cielo” se dice decidido. Emprende el desapego, que siente que le
derrota cada fibra de sus sentimientos. Pero sube, decidido
esperando, sin embargo, que las cadenas lo impidieran. Pero eso no
sucede. Sube hasta ver estrellas en pleno día... nada. “Tal vez el
cielo no existe. Pero ¿que tal el infierno?”.
Entonces, con la misma
premura quemante, cae en picada hasta el suelo negro que solo es una
pantalla oscura ahora. Es solo una niebla llena de raíces y huesos.
Tampoco se ve ningún infierno. Ya está reseco y sabe que necesita
algo, pero no recuerda que puede ser. Hasta que siente una mano en la
suya. Es una mano amiga, conocida. La ilusión lo golpea en el pecho
y se voltea endulzado y feliz. Es la niña de la cadena. “Pero...
¿como?” vuelve a mirar allá lejos la cama. Pero la niña sigue
allí, sosteniendo la cadena al lado de las figuras oscuras. “¿Quien
esta en esa cama?”. Su mano quedó encadenada igual que sus alas.
Se siente cálida, como la piel de una esposa. Ahora quiere volver.
Ahora prefiere estar en esa cama. Quiere que lo tomen de la mano y se
rían de sus bromas. Porque no hay vida del otro lado, son todas
mentiras. La cama está tan cerca que casi la puede tocar pero vuela
a toda velocidad y apenas se acerca. Se detiene a lamentarse y no
puede llorar, sigue reseco. Se acurruca como una oruga abandonada en
el invierno. Frío y oscuro se vuelve mientras cede a la
desesperación. “Si no viajas nunca vas a llegar”. Es cierto.
Vuela y vuela, extraña la tierra en sus pies y la piel en sus manos.
“Un día llegaré. Espérenme”.
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